Sus pasos firmes y pesados se
aproximaban hacía mí, y poco a poco iban ganando velocidad. Podía sentirlo
cerca, muy cerca. Al levantar la cabeza, lo vi.
Tenía los ojos negros como el
carbón, su pelo era oscuro y sin brillo y su tez pálida y grisácea reflejaba
odio y tristeza. Desde donde estaba, podía sentir su corazón palpitar muy
lentamente, como si ya no funcionase. Podía verlo a través de su pecho, tenía el
color de la soledad.
Era un ser enorme. Tenía brazos y
piernas enérgicas y fuertes. Vestía unas ropas que parecían estar hechas para
su propio entierro.
En la mano sujetaba un cigarrillo
y expulsaba oleadas de humo por la boca y la nariz.
En la otra mano sujetaba una
pistola. En un gesto automático, sin ni siquiera pensarlo, alzó el arma contra
mí. Al mismo tiempo, en su rostro se dibujó una sonrisa fría, escalofriante, sin
vida.
Yo ese día iba vestido de
primavera y lo había estado esperando en casa, sentado, tranquilo, sabiendo cual
era mi destino. No luché contra lo inevitable, sabía que él era el único
que podía salvarme de mi fatal muerte.
Mis ojos azules brillaban, y mis
pupilas eran como dos soles en medio del horizonte.
Mis cabellos marrones lucían más
elegantes que nunca.
Llevaba ropas coloridas. Color de
las mariposas, color de las flores, color de la libertad.
Mi corazón latía como enamorado,
a pesar de saber que su latido final estaba próximo.
Le miré a los ojos. Allí estábamos
los dos, frente a frente. La noche y el día, el hielo y el fuego, la polis y la natura, el asesino y
yo, su indefensa víctima.
Dirigió la pistola hacia mi pecho
y en un segundo fugaz apretó el gatillo. Caí al suelo de rodillas pero, antes de expirar, pude ver como él, mi gris criminal de piedra y acero, caía de
bruces al suelo y quedaba inerte junto a mí.
Tras ver aquella imagen, pude expulsar
tranquilamente el poco aire que quedaba en mis pulmones y entrar para siempre
en el sueño eterno y sereno de aquellos que supieron amar.


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